Author: CamyllaRibeiro_beta

  • TDAH en mujeres: la invisibilidad de una mente hiperactiva por dentro

    TDAH en mujeres: la invisibilidad de una mente hiperactiva por dentro

    “Somos profesionales de la psicología, especializadas en las relaciones humanas.”

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    El Centro de Psicología Sandra Ribeiro es un Centro Sanitario Autorizado por la Comunidad de Madrid con N.º CS19965, localizado en Majadahonda.

    Las psicólogas que colaboran con el Centro están especializadas en las más diversas problemáticas psicológicas, así como en asesoramiento y desarrollo personal.

    Ponemos a tu disposición servicios de terapia individual con adultos, niños, adolescentes, terapia de pareja y terapia familiar. Atendemos de forma presencial y online, en español, en inglés y en portugués. Todo ello, bajo una actitud de escucha, proximidad, ética profesional y total confidencialidad.

    Nuestro enfoque Sistémico, Humanista e Integrador nos permite apoyar nuestra intervención en la relación terapéutica bien estructurada, es decir, una relación humana basada en el respeto, la cercanía y la honestidad. Nuestra intervención terapéutica está basada en tratamientos de eficacia comprobada recogidos de las propuestas mundiales con credibilidad y evidencia científica.

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    ¿Cómo trabajamos?

    Desde una actitud de escucha, proximidad, ética profesional y total confidencialidad, nuestras intervenciones buscan tratar cada caso con la individualidad que merece. Cada persona tiene unas necesidades diferentes, por ello, cada intervención estará adaptada para ayudar a esta persona en particular, respetando su tiempo.

    Tras la primera toma de contacto y ya en la primera sesión, empezamos una fase de evaluación en la que abordaremos tus necesidades, recogiendo datos que nos puedan ayudar a explorar el problema, saber cómo éste se manifiesta y cómo afecta a tu vida diaria. Toda la información recogida en esta fase nos ayudará a trazar, conjuntamente contigo, una línea en la que centraremos nuestra intervención y en la que podamos trabajar sobre los objetivos y las metas que deseas alcanzar y la mejor forma de conseguirlos. Por último, en la fase de seguimiento, evaluaremos los objetivos alcanzados y plantearemos estrategias para prevenir posibles recaídas.

    Es verdad que terapeuta y paciente caminaremos juntos durante todo el proceso terapéutico, pero eres tú quien tendrá un papel principal en este viaje.

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    Profesionales especializados para cada necesidad

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    Nuestros pacientes nos avalan

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  • Cómo acompañar a tus hijos en un divorcio sin romper su mundo

    Cómo acompañar a tus hijos en un divorcio sin romper su mundo

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  • Trastorno Obsesivo-Compulsivo en mujeres: cuando el TOC se esconde detrás de la culpa, la limpieza o el miedo a fallar

    Trastorno Obsesivo-Compulsivo en mujeres: cuando el TOC se esconde detrás de la culpa, la limpieza o el miedo a fallar

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  • Vínculos que duelen: Heridas de la infancia y su impacto en nuestras relaciones

    Vínculos que duelen: Heridas de la infancia y su impacto en nuestras relaciones

    Hay heridas que no sangran ni hacen ruido, pero marcan profundamente, dejando una huella profunda en quien lo recibe desde la infancia. Muchas personas que acuden a terapia no recuerdan gritos ni golpes, pero sí una sensación persistente de no ser vistas, escuchadas ni validadas.

    Estas heridas se formaron en la infancia, cuando necesitábamos sostén, mirada, consuelo y regulación emocional por parte de nuestras figuras de apego —especialmente la madre—, y no siempre lo recibimos. Quizás porque no supieron, no pudieron o no estaban disponibles emocionalmente. Como niñas/os, no podíamos entender eso: simplemente asumimos que el problema éramos nosotras/os.

    En este artículo profundizamos en las consecuencias inmediatas de las heridas de la infancia y los síntomas que pueden aparecer en la niñez y en la adultez, cómo este patrón se cuela en nuestras relaciones afectivas y, sobre todo, qué podemos hacer para sanar y salir de ese lugar en el que, sin darnos cuenta, seguimos esperando que el mundo nos dé lo que no recibimos en la infancia.

    Qué son las heridas de la infancia

    Las heridas de la infancia o las heridas de apego son las cicatrices emocionales que se generan cuando, durante la niñez, nuestras necesidades afectivas básicas no fueron satisfechas de forma consistente, segura y amorosa. No siempre implican grandes traumas visibles; muchas veces se gestan en el silencio, en la ausencia emocional, en la respuesta errática o desbordada de quienes debían cuidarnos.

    El vínculo con nuestras figuras de apego primarias —generalmente madre y padre— moldea las bases sobre las que construiremos la percepción de nosotras/os mismas/os, de los demás y del mundo. Si esos vínculos fueron seguros, aprendemos que somos valiosas/os, dignas/os de amor, y que podemos confiar en el otro. Pero si fueron frágiles, caóticos o ausentes, aprendemos a sobrevivir, no a vincularnos desde la confianza.

    “No duelen tanto los gritos como las miradas que no estaban. No duele tanto lo que pasó como lo que nunca pasó.” — Sandra Ribeiro, psicóloga.

    Este tipo de experiencias no tienen por qué convertirse en un juicio hacia nuestros cuidadores. Muchos lo hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían. Pero reconocer lo que nos faltó, sin minimizarlo, es parte esencial del proceso de sanación. No se trata de culpar, sino de comprender. Y desde ahí, empezar a elegir algo diferente para nosotras/os, para nuestras relaciones y —si somos madres o padres— también para nuestras hijas e hijos.

    ¿Cómo se forma una herida de apego?

    Se forma cuando el niño o la niña experimenta una o varias de las siguientes situaciones de forma repetida o sostenida en el tiempo:

    • Negligencia emocional: cuando no se le atiende emocionalmente, no se valida su tristeza, miedo o alegría.
    • Incossistencia: hoy mamá/papá está disponible emocionalmente y mañana no. Esto genera confusión y ansiedad.
    • Hipervigilancia: el menor debe adaptarse al estado emocional del adulto (por ejemplo, no llorar para no enfadar a la madre/padre).
    • Castigo afectivo: el afecto se retira como consecuencia de un comportamiento considerado “incorrecto”.
    • Parentalización: se espera que la niña o el niño cuide emocionalmente al adulto (por ejemplo, consolar a la madre/padre triste o callarse para no preocuparla/o).

    Estas experiencias no solo dejan dolor emocional. También enseñan a la niña o al niño estrategias para evitar el abandono, ser aceptada/o o, al menos, no ser rechazada/o. Con el tiempo, esas estrategias se vuelven automáticas y moldean nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Pero no son caminos libres, sino moldes impuestos por la necesidad de supervivencia afectiva. Donde y cómo se contruye el apego y como nos afecta en la edad adulta es un tema que abordamos en otro artículo de nuestro blog donde analizamos sus distintos tipos.

     

    Cómo se siente una herida de la infancia

    Las heridas de la infancia no siempre se recuerdan con imágenes nítidas. A veces no hay un “gran evento traumático” que podamos señalar, pero sí hay una sensación persistente que ha estado con nosotras/os durante años. Algo que duele, que pesa, que condiciona, aunque no siempre podamos explicarlo con palabras.

    Con el tiempo, esa herida no se queda en el pasado. Se manifiesta en el presente, en cómo sentimos, cómo nos vinculamos y cómo nos tratamos a nosotras/os mismas/os. Aquí te comparto algunas de las formas más comunes en las que una herida de la infancia puede sentirse en la adultez:

    ▸ Sensación de vacío que no se llena con nada

    Es como si faltara algo esencial. A pesar de logros, vínculos o estabilidad, persiste una sensación de que “algo me falta”. No es ambición, es carencia emocional antigua. Un eco de una necesidad no cubierta que sigue buscando ser satisfecha.

    ▸ Inseguridad crónica

    Vivimos con el miedo constante de molestar, de no estar a la altura, de que nos dejen si nos mostramos tal cual somos. El vínculo se vuelve frágil en nuestra mente, y eso nos lleva a esforzarnos constantemente por merecer amor, aunque ya lo tengamos.

    ▸ Repetición de patrones de relaciones dolorosas

    Solemos elegir vínculos donde nos sentimos de nuevo invisibles, usadas/os, controladas/os o desprotegidas/os. No por masoquismo, sino porque nuestro sistema relacional busca inconscientemente aquello que conoció de niña/o. Se repite el guión, esperando esta vez poder cambiar el final. Puedes leer más en el artículo: “Heridas emocionales que causan relaciones desequilibradas”

    ▸ Hipervigilancia emocional

    Nos convertimos en expertas/os en leer el estado emocional de los demás. Antes de que alguien hable, ya intentamos anticipar si está molesto, triste o decepcionado con nosotras/os. Esto viene de haber tenido que ajustarnos a los estados emocionales de nuestra madre o padre, sin que los nuestros fueran prioridad.

    ▸ Autoabandono

    Aprendimos a sobrevivir adaptándonos, silenciándonos, siendo la/el que no da problemas. Eso puede seguir hoy en nuestra vida adulta como una dificultad para poner límites, decir que no o reconocer nuestras propias necesidades. Cuidamos a todos… menos a nosotras/os mismas/os.

    ▸ Dificultad para confiar, recibir amor o pedir ayuda

    Aunque anhelamos cercanía y cariño, algo dentro de nosotras/os desconfía o se retrae cuando lo recibe. O bien, sentimos vergüenza al necesitar ayuda. Esto no es frialdad: es protección aprendida. Una armadura que usamos para no sentir el dolor de la ausencia o el rechazo.

    Las heridas de la infancia no se curan con exigencia, ni con perfección, ni repitiendo viejas estrategias de sobrevivencia emocional. Se sanan con una nueva manera de estar en nuestra compañía. Una forma de relación interna donde haya espacio para nuestras emociones, nuestros límites, nuestra historia.

     

    “Sanamos cuando dejamos de exigirnos y empezamos a mirarnos a nosotras/os mismas/os desde el amor.”
    — Sandra Ribeiro, psicóloga.

     

    Duelos invisibles: formas en que nuestras necesidades emocionales no fueron cubiertas

    Durante la infancia, todos y todas tuvimos necesidades emocionales fundamentales: ser vistos, escuchados, validados, amados incondicionalmente. Cuando esas necesidades no fueron cubiertas —ya fuera por falta de recursos, madurez emocional o historia personal de nuestras madres y padres—, no siempre lo vivimos como un trauma visible. Lo que sí quedó, muchas veces, fue una sensación persistente de vacío, de no ser suficiente, o de haber tenido que adaptarnos demasiado para no perder su amor. Este tema lo vemos con detenimiento en el artículo: “Las heridas emocionales de los padres y su impacto en los hijos”

    Estas formas de ausencia emocional, confusión o desbordamiento afectivo no siempre se nombran, pero generan una herida silenciosa, la herida de apego, que luego se manifiesta en nuestras relaciones, nuestra autoestima y nuestra forma de estar en el mundo.

    Aquí te presento algunas formas comunes en que nuestras necesidades emocionales pudieron no haber sido bien atendidas en la infancia:

    1. El castigo de silencio: una forma de violencia relacional

    El castigo de silencio, esa forma sutil y devastadora de retirar el afecto y la palabra como forma de control o castigo, deja una huella profunda en quien lo recibe. Consiste en dejar de hablar a la niña o al niño como forma de castigo, ignorarla/o emocional o físicamente, como si no existiera. Esto genera una angustia profunda: la niña o el niño no sabe qué ha hecho mal ni cómo reparar el vínculo. Aprende que su valor depende de su capacidad para no molestar.

    “Si me porto bien, mi madre/padre me habla. Si no, dejo de existir.”

    Para una niña o un niño, el silencio de quien le cuida no es paz: es abandono emocional. Aprendimos que nuestro valor podía depender de nuestro comportamiento y que, si no éramos “buenos”, merecíamos ser ignorados.

    “Cuando mi madre se enfadaba conmigo, dejaba de hablarme. Podían pasar horas, días… y yo no sabía qué había hecho mal.” — Lucía, 39 años

    “Todavía hoy, si alguien me deja de contestar un mensaje o se aleja sin explicaciones, siento el mismo nudo en el estómago que cuando mi madre me ignoraba de pequeña.”  — Marta, 30 años

    “Mi padre podía pasar días sin hablarme, sin mirarme, como si no existiera. Lo peor era que nadie en casa lo consideraba raro. Yo pensaba que algo en mí estaba roto.”  — Pablo, 47 años

    “Mi madre podía estar días sin hablarme por no haber recogido mi habitación.” — Maricarmen, 53 años

    Este tipo de vínculo genera un dolor silencioso que, en muchos casos, se arrastra hasta la edad adulta, afectando la autoestima, las relaciones y la manera de afrontar el conflicto emocional.

    2. Cuando sentir no estaba permitido

    • “No llores, eso no es nada.”
    • “Estás exagerando, no es para tanto.”
    • “Los niños fuertes no tienen miedo.”
    • “¡Qué sensible eres!”
    • “Estás siendo dramática.”

    Frases como estas enseñan que las emociones son un problema, que hay que esconder lo que sentimos o, incluso, desconfiar de nuestra propia percepción. Aprendimos a tragarnos el llanto o a reír cuando estábamos tristes, para no molestar.

    3. Parentalización: Ser el sostén emocional de mamá o papá

    Quizás no lo vimos así en su momento, pero cuando un niño tiene que cuidar emocionalmente al adulto —escucharlo, consolarlo, protegerlo—, se invierten los roles. Esto se llama parentalización. Puede que nos volviéramos “maduras/os” muy pronto, pero el coste fue dejar de ser niñas/os.

    4. Las comparaciones constantes

    • “Tu hermano sí que me ayuda.”
    • “A tu edad yo ya sabía hacer eso.”
    • “Ojalá fueras más como…”

    Las comparaciones, aunque comunes, dejan una huella de insuficiencia, como si nunca fuéramos lo bastante buenos. Aprendimos a competir por afecto o a vivir con la sensación de estar siempre por debajo.

    5. La crítica como forma de vínculo

    En muchas familias, el afecto venía acompañado de exigencias, juicios o expectativas constantes. No se gritaba ni se pegaba, pero el amor era condicional.Te querían… si sacabas buenas notas, si ayudabas en casa, si no te enfadabas, si no molestabas

    • La crítica se volvía la forma de estar en contacto: era la manera en que tu madre o padre te miraba, te prestaba atención, o se implicaba contigo. Te corregía “por tu bien”, te exigía “para que fueras fuerte”, te señalaba los errores “para que no los repitieras”.
    • Pero lo que aprendiste en lo profundo no fue amor incondicional. Aprendiste que tu valor estaba en no fallar. Que solo eras digna/o de afecto si eras impecable, útil, brillante o “la/el que no da problemas”.

    Esto deja una herida muy concreta: la autoexigencia como forma de vida. Una voz interior que no perdona fallos, que siempre empuja, que rara vez celebra. Y que, muchas veces, repite ese mismo patrón con los demás: ya sea criticándolos o eligiendo personas que nos critican, porque ese es el lenguaje afectivo que conocimos.

    6. La culpa como forma de control

    • “Con todo lo que he hecho por ti…”
    • “Me vas a matar de un disgusto.”
    • “Qué ingrata/o eres.”

    Estos mensajes pueden parecer pequeños, pero en la infancia pesan. Nos enseñan que nuestros deseos, decisiones o necesidades dañan a quienes queremos. Y así, aprendimos a desconectarnos de lo que necesitamos para cuidar al otro.

    Impacto de las heridas de la infancia en la adultez

    Las heridas de la infancia no se quedan en la infancia: se filtran en nuestras relaciones adultas, a veces sin que seamos conscientes. Son esas emociones intensas que sentimos “sin motivo aparente”, esas reacciones que parecen excesivas, o esas elecciones que repetimos y no entendemos del todo. Algunas de las formas más frecuentes en que se manifiestan incluyen:

    • Hipersensibilidad ante el rechazo:
      Cualquier señal de desaprobación, silencio o distancia puede activar una alarma interna. Incluso situaciones neutras —una demora en responder un mensaje, un tono de voz diferente, una mirada evasiva— pueden sentirse como una amenaza de abandono. La herida se reabre fácilmente, porque no está cerrada del todo.
    • Relaciones basadas en la complacencia o en mendigar atención:
      Nos volvemos expertas/os en detectar lo que el otro necesita, en adaptarnos, en evitar el conflicto… pero nos olvidamos de nosotras/os. A veces, incluso, aceptamos migajas emocionales con tal de no quedarnos solas/os. Esto no es debilidad: es un intento desesperado de no volver a sentir el dolor de ser ignoradas/os o no vistas/os en la infancia.
    • Miedo desproporcionado ante los silencios de la pareja:
      Cuando el silencio se utilizó como castigo —como en el caso de muchas madres o padres emocionalmente inmaduras/os o con rasgos narcisistas—, el silencio actual no se vive como espacio, sino como castigo o amenaza. Es una herida antigua activándose en el presente.
    • Normalización de vínculos emocionalmente negligentes:
      Si crecimos sintiendo que lo “normal” era no ser escuchadas/os, no ser consoladas/os, no ser importantes, es fácil que de adultas/os repitamos esos vínculos. No porque los deseemos, sino porque nos resultan familiares. Y lo familiar suele sentirse seguro, aunque duela.

    Cómo sanar las heridas de la infancia y romper patrones emocionales dañinos

    Sanar las heridas de la infancia y romper un patrón emocional no empieza con fuerza de voluntad ni con exigencia. Empieza con conciencia y con presencia. Repetimos lo que conocemos porque en su momento nos ayudó a sobrevivir, a adaptarnos, a conservar el vínculo con nuestras figuras de apego. Por eso, al principio, el patrón se resiste: parece protector, incluso necesario.

    Romper estos bucles implica caminar hacia una nueva forma de vincularnos con nosotras/os mismas/os, con nuestro mundo interno y con los demás. No es fácil, pero sí es posible. Aquí algunos pasos clave para iniciar ese camino:

    1. Nombrar lo que dolió, sin justificarlo

    El primer paso para sanar es poder ponerle nombre a la herida emocional. A veces cuesta, porque sentimos que al hacerlo estamos traicionando a nuestros padres o siendo “ingratas/os”. Pero reconocer el dolor no es atacar a nadie, es validar tu vivencia interna. Puedes decir: “Mi madre/padre no supo acompañarme emocionalmente”, o “Sentí que tenía que ganarme su amor”… sin que eso niegue otras partes de tu madre/padre que pueden ser buenas.

    No necesitamos demonizar a nadie, pero sí permitirnos contar la verdad emocional de nuestra infancia.

    2. Dejar de buscar fuera lo que faltó dentro

    Muchas personas caen, sin darse cuenta, en lo que el Dr. José Luis Marín llama el bucle de reivindicación: un intento inconsciente de que alguien, hoy, les dé el amor, el cuidado o la validación que no recibieron de niñas/os. Buscan que sus parejas, sus amistades o incluso sus psicólogas/os “reparen” esa carencia.

    Pero ningún vínculo actual puede devolvernos una infancia distinta. Sanar no es conseguir lo que no tuvimos, sino construir una nueva relación con nosotras/os mismas/os desde el presente y, desde ahí, también construir vínculos sanos con nuestro entorno.

    3. Cultivar el vínculo interno

    Cuando el vínculo con mamá/papá fue inseguro, ausente o doloroso, muchas veces nuestra relación con nosotras/os mismas/os quedó afectada. La voz interna se volvió crítica, autoexigente o incluso ausente.

    Romper el patrón es aprender a ser una presencia segura para ti misma/o:

    • Reconocer tus emociones sin juzgarlas.
    • Preguntarte “¿Qué necesito?” en vez de “¿Qué esperan de mí?”
    • Cuidarte, sin esperar a que todo se derrumbe.

    Este es un proceso profundo, que muchas veces requiere acompañamiento terapéutico, especialmente si hay trauma relacional. Pero cada pequeño acto de presencia interna es un ladrillo nuevo en tu casa emocional.

    4. Poner límites, aunque incomode

    Si aprendiste que amar es complacer o adaptarse, poner límites puede parecer un acto de egoísmo o amenaza. Pero no lo es. Los límites son una forma de decir: “Esto también cuenta. Yo también cuento”.

    Poner límites a personas que perpetúan dinámicas dolorosas (una madre crítica, una pareja que guarda silencio como castigo, amistades que no respetan tus emociones) no significa dejar de amar. Significa amarte también a ti. Puedes leer más en: “La habilidad de decir NO: aprende a establecer límites saludables”

    5. Repetir el nuevo patrón… hasta que lo sientas propio

    Al principio, los nuevos vínculos sanos pueden parecer aburridos, incómodos o poco intensos. Pero no es que falte amor: es que no hay drama, ni hipervigilancia, ni ansiedad disfrazada de pasión.

    Insistir en lo nuevo —relaciones más equilibradas, elecciones más conscientes, formas de hablarte con más compasión— es lo que te permite, con el tiempo, sentir que ya no estás repitiendo tu historia, sino escribiendo una nueva.

    Estamos aquí para ayudarte.

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    Sandra Ribeiro

    Psicóloga General Sanitaria (M-34885)

    Profesora del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED

    Profesora del Máster en Psicología General Sanitaria de la Universidad Villanueva

    Responsable de formación y supervisora de casos clínicos en el Servicio de Psicología Aplicada (SPA) de la UNED

     

     

  • Para tratar a un adolescente de hoy, hay que ser una madre o un padre de hoy

    Para tratar a un adolescente de hoy, hay que ser una madre o un padre de hoy

    Hay una escena que se repite en muchas casas: una madre que entra en la habitación de su hija y le pregunta cómo está, y recibe un “déjame en paz” como respuesta. Un padre que intenta dar un consejo sobre amistades o redes sociales y escucha: “¡Tú no entiendes nada!”. Situaciones que hieren, que desconciertan, y que nos hacen sentir que estamos perdiendo la conexión.

    Pero lo que está pasando no es solo una etapa difícil. Es una etapa transformadora. Y para poder acompañarla, necesitamos algo más que consejos sueltos o frases hechas. Necesitamos entender qué le está pasando a su cerebro, a su mundo interno… y también revisar el nuestro.

    El cerebro adolescente: una obra en construcción

    Entre los 12 y los 25 años, el cerebro adolescente vive una intensa remodelación. Según el psiquiatra Daniel J. Siegel, autor de El cerebro del adolescente, esta etapa combina una mayor intensidad emocional, impulsos hacia la novedad y una búsqueda intensa de identidad y pertenencia.

    No están locos ni rebeldes por gusto. Están tratando de organizarse por dentro mientras el mundo les pide respuestas por fuera.

    Testimonio

    “Yo antes pensaba que mi hijo me hablaba mal porque me faltaba al respeto. Pero cuando entendí que su cerebro reacciona desde la emoción antes que desde la razón, pude respirar, contenerme… y luego hablar con él desde otro lugar. Y la diferencia fue enorme.”
    — Verónica, madre de un adolescente de 15 años.

    Un ejemplo común:
    Julia, de 15 años, llega del instituto con cara de pocos amigos. Su madre le pregunta: “¿Cómo te fue el examen de mates?”, y Julia contesta: “¡Ya, déjame, todo me sale mal!”. La madre se siente rechazada, pero lo que Julia está intentando decir es: “Hoy me sentí frustrada y no sé cómo manejarlo”. Lo que necesita no es un sermón, sino un espacio seguro para sentirse comprendida.

    Los adolescentes muchas veces no entienden por qué reaccionan como lo hacen. Su sistema emocional va a toda velocidad, pero su capacidad de autorregulación aún se está formando.

    Cambiar el chip: no se trata de controlarlos, sino de guiarlos

    Educar a un adolescente hoy no puede hacerse desde el “porque lo digo yo”. No se trata de soltar el timón, pero sí de cambiar la forma en la que nos relacionamos.

    Educar hoy implica:

    1. Entender el funcionamiento de su cerebro

    Sus áreas racionales (como el córtex prefrontal) aún están madurando, mientras que las zonas emocionales (como la amígdala) están hiperactivadas.

    Ejemplo
    Marcos, de 14 años, se pelea con su mejor amigo por algo que le escribió en WhatsApp. Llega a casa diciendo: “¡No quiero volver al cole nunca más!”. Su padre le dice: “No exageres”. En lugar de calmarlo, eso lo hace sentir más solo. Lo que necesita es: “Entiendo que estés dolido. ¿Te gustaría contarme qué pasó?”.
    Testimonio
    “Cuando empecé a validar lo que sentía mi hija en lugar de minimizarlo, noté que dejó de gritar y empezó a hablar. No fue magia, fue sentir que yo ya no estaba contra ella, sino con ella.”
    — Andrés, padre de una adolescente de 16 años.

    2. Nombrar lo que sienten

    Cuando les ayudamos a poner palabras a sus emociones, fortalecemos su regulación interna.
    Ejemplo
    Sofía, de 16 años, se pone a llorar cuando su grupo de amigas hace un plan sin ella. En lugar de decirle “no llores por eso”, su madre le dice: “Debe doler sentirse excluida. ¿Quieres hablarlo?”. Eso genera seguridad emocional

    3. Aceptar el “ni niño ni adulto”

    Quieren autonomía, pero aún necesitan guía. Este equilibrio es complejo y delicado.

    Ejemplo
    Pedro, de 17 años, quiere irse de viaje con amigos por primera vez. Su madre, con miedo, en lugar de negarse rotundamente, dice: “Hablemos de cómo podrías hacerlo de forma responsable. Me preocupa tu seguridad, pero quiero confiar en ti”.

    Testimonio
    “Me resistí mucho al primer permiso para que saliera de noche. Pero cuando lo hablamos juntos, le propuse acuerdos en lugar de imponerle normas. Hoy, cuando sale, me manda mensajes por decisión propia. Nunca pensé que llegaría a eso.”
    — Laura, madre de un chico de 17 años.

     

    ¿Y nosotros, qué?

    Muchos adultos educamos desde lo que aprendimos: obediencia, castigos, silencios. Pero este mundo ya no es el mismo. Hoy los adolescentes se comparan constantemente en redes sociales, lidian con ansiedad escolar, se sienten desbordados… y no siempre saben cómo pedir ayuda.

    Educar hoy implica actualizarnos emocionalmente

    Testimonio
    “Mi hija me dijo una vez: ‘No quiero que me resuelvas el problema, quiero que me escuches’. Me dolió, pero fue una bofetada de realidad. Desde entonces, intento estar más presente, no más perfecta.”
    — Cecilia, madre de una adolescente de 15 años.

    Ejemplo
    Ana, madre de tres hijos, dice en consulta: “Me doy cuenta de que repito con mi hija las frases que me decía mi madre, pero luego me siento culpable”. Empezó a respirar antes de contestar, a pedir perdón cuando se equivocaba. Notó que su hija empezó a acercarse más.

    Ser madre o padre de hoy: más humanos, más presentes, más reales

    Nuestros adolescentes necesitan adultos que los miren con respeto, no con juicio. Que no interpreten su silencio como desinterés, ni su irritabilidad como mala educación.

    Ejemplo
    Cuando Tomás, de 13 años, contestó con brusquedad, su padre optó por no responder desde el enfado. Más tarde le dice: “No me gustó cómo me hablaste antes. ¿Te pasa algo? Estoy aquí si necesitas hablar”. A la noche, Tomás se acercó a su padre. A su manera, estaba pidiendo ayuda.

    Testimonio
    “La adolescencia me obligó a revisar mis formas, mi paciencia, mis heridas. Es duro, pero también hermoso ver cómo, cuando me muestro vulnerable, mi hijo baja la guardia también.”
    — Marcos, padre de un adolescente de 14 años.

    Educar hoy con las fórmulas de hoy

    Educar no se trata de tener razón, sino de construir un vínculo sano con nuestros/as hijos/as.
    Nuestros adolescentes no necesitan adultos perfectos, sino adultos presentes y disponibles emocionalmente. Que sepan decir: “No sé lo que te pasa, pero quiero entenderte”.

    Y que comprendan que educar no es controlar</strong”>. Es acompañar el crecimiento en un mundo complejo, con amor firme, presencia real y mucha humanidad.

    ¿Qué significa estar disponible emocionalmente?

    Muchas madres y padres sienten culpa por no poder estar todo el tiempo con sus hijos/as adolescentes. Jornadas laborales largas, responsabilidades familiares o económicas, incluso enfermedades u obligaciones que no pueden evitar. Pero estar disponible emocionalmente no es lo mismo que estar disponible físicamente a todas horas.

    Un padre o una madre puede pasar todo el día en casa y no estar disponible emocionalmente si cada vez que su hijo/a se acerca está con el móvil, contesta con monosílabos o evita el conflicto. En cambio, un padre o una madre que llega a casa a las ocho de la noche, pero se sienta cinco minutos sin pantalla, con la intención de escuchar y conectar con su hijo/a, está emocionalmente presente.

    Ejemplo
    Carolina trabaja doble jornada. Sabe que no puede recoger a su hija del instituto ni estar en sus tardes de estudio. Sin embargo, al final del día, se sienta con ella y le pregunta: “¿Qué fue lo mejor y lo peor de tu día?”. A veces la hija responde poco, a veces mucho. Pero sabe que su madre está ahí. Eso crea un puente, aunque el tiempo sea escaso.

    Testimonio
    “Yo pensaba que debía estar todo el día con mi hijo para que sintiera mi amor. Pero cuando comprendí que lo importante era cómo estaba emocionalmente cuando él me necesitaba, solté mucha culpa. Aprendí a mirar, escuchar y validar, aunque solo tuviera 15 minutos por la noche.”
    — Miriam, madre de un chico de 13 años.

    Estar disponibles emocionalmente implica:

    • Mostrar interés real cuando nos hablan, aunque sea un tema trivial.>
    • Aceptar sus emociones sin minimizar (“no es para tanto”) ni anular (“eso no es importante”).
    • Dar espacio cuando lo piden, pero también mostrar que seguimos cerca.
    • Estar dispuestos a reparar cuando cometemos errores, pidiendo “perdón” o diciendo “me equivoqué”.

    Ejemplo:
    Una madre que trabaja fuera de casa deja una nota a su hija adolescente cada mañana: “Te quiero. Estoy pensando en ti. Estoy aquí si me necesitas.” La hija, aunque no lo comente, la guarda. Esas pequeñas acciones construyen el apego emocional seguro.

    No se trata de hacerlo perfecto, sino de que sientan que estamos ahí con ellos, aunque no estemos todo el tiempo junto a ellos.

     

     

    Estamos aquí para ayudarte.

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    Sandra Ribeiro

    Psicóloga General Sanitaria (M-34885)

    Profesora del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED

    Profesora del Máster en Psicología General Sanitaria de la Universidad Villanueva

    Responsable de formación y supervisora de casos clínicos en el Servicio de Psicología Aplicada (SPA) de la UNED

     

  • Terapia sistémica: mirando más allá del individuo para entender el cambio

    Terapia sistémica: mirando más allá del individuo para entender el cambio

    “Somos profesionales de la psicología, especializadas en las relaciones humanas.”

    Nuestros servicios

    El Centro de Psicología Sandra Ribeiro es un Centro Sanitario Autorizado por la Comunidad de Madrid con N.º CS19965, localizado en Majadahonda.

    Las psicólogas que colaboran con el Centro están especializadas en las más diversas problemáticas psicológicas, así como en asesoramiento y desarrollo personal.

    Ponemos a tu disposición servicios de terapia individual con adultos, niños, adolescentes, terapia de pareja y terapia familiar. Atendemos de forma presencial y online, en español, en inglés y en portugués. Todo ello, bajo una actitud de escucha, proximidad, ética profesional y total confidencialidad.

    Nuestro enfoque Sistémico, Humanista e Integrador nos permite apoyar nuestra intervención en la relación terapéutica bien estructurada, es decir, una relación humana basada en el respeto, la cercanía y la honestidad. Nuestra intervención terapéutica está basada en tratamientos de eficacia comprobada recogidos de las propuestas mundiales con credibilidad y evidencia científica.

    Terapias

    Terapia Adultos

    TERAPIA DE PAREJA

    TERAPIA FAMILIAR

    TERAPIA PARA ADOLESCENTES

    ¿Cómo trabajamos?

    Desde una actitud de escucha, proximidad, ética profesional y total confidencialidad, nuestras intervenciones buscan tratar cada caso con la individualidad que merece. Cada persona tiene unas necesidades diferentes, por ello, cada intervención estará adaptada para ayudar a esta persona en particular, respetando su tiempo.

    Tras la primera toma de contacto y ya en la primera sesión, empezamos una fase de evaluación en la que abordaremos tus necesidades, recogiendo datos que nos puedan ayudar a explorar el problema, saber cómo éste se manifiesta y cómo afecta a tu vida diaria. Toda la información recogida en esta fase nos ayudará a trazar, conjuntamente contigo, una línea en la que centraremos nuestra intervención y en la que podamos trabajar sobre los objetivos y las metas que deseas alcanzar y la mejor forma de conseguirlos. Por último, en la fase de seguimiento, evaluaremos los objetivos alcanzados y plantearemos estrategias para prevenir posibles recaídas.

    Es verdad que terapeuta y paciente caminaremos juntos durante todo el proceso terapéutico, pero eres tú quien tendrá un papel principal en este viaje.

    Un plan adaptado a ti

    Diseñamos tratamientos personalizados que se ajustan a tus necesidades y objetivos. Contigo, trazamos el camino hacia tu bienestar.

    Cerca de ti, presencial u online

    Te acompañamos donde estés, con la misma cercanía y calidad, ya sea en nuestras consultas o desde la comodidad de tu hogar.

    Profesionales especializados para cada necesidad

    Contamos con un equipo diverso y altamente cualificado, preparado para ofrecerte el apoyo que necesitas en cada etapa de tu vida.

    Nuestros pacientes nos avalan

    Cada historia de mejora y bienestar nos motiva a seguir creciendo. Sus testimonios son nuestra mayor recompensa.

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  • “Tengo miedo a conducir, y no sé por qué”: El caso de Laura y lo que hay detrás de muchas fobias

    “Tengo miedo a conducir, y no sé por qué”: El caso de Laura y lo que hay detrás de muchas fobias

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  • Trastornos Somáticos: cuando el cuerpo habla lo que la mente no puede

    Trastornos Somáticos: cuando el cuerpo habla lo que la mente no puede

    “El cuerpo lleva la cuenta de lo que la mente intenta olvidar”.
    — Bessel van der Kolk

    El cuerpo como testigo

    Muchas personas viven atrapadas en un cuerpo que habla constantemente a través de dolores persistentes, fatiga crónica, problemas digestivos, taquicardias… Se han hecho pruebas, analíticas, resonancias… y todo “sale bien”, síntomas físicos reales que no encuentran explicación médica clara. Pero no se sienten bien. No duermen, no descansan, no pueden disfrutar de su cuerpo. En realidad, lo que ocurre no es que el cuerpo esté fallando, sino que está hablando por ellas.

    A veces, el cuerpo grita lo que no nos atrevemos a decir en voz alta. Te han dicho que “todo está bien”, pero tú no te sientes bien. En estos casos, el cuerpo puede estar expresando, a través de síntomas físicos, un sufrimiento emocional no resuelto.

    Este fenómeno se conoce como trastorno somático, y no es una invención ni una exageración. Lo que ocurre es que, aunque los síntomas son reales, intensos y generan un gran malestar, el origen no es una lesión física detectable, sino un desequilibrio emocional o psicológico que se manifiesta a través del cuerpo. Es la manera en que el cuerpo lleva la cuenta de experiencias emocionales que no han podido procesarse, como explica el psiquiatra Bessel van der Kolk en su libro El cuerpo lleva la cuenta

    ¿Qué es un trastorno somático?

    En el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM-5), el diagnóstico se denomina Trastorno de Síntomas Somáticos, y se caracteriza por:

    • Uno o más síntomas físicos que causan malestar significativo o alteran la vida diaria.
    • Preocupación excesiva por la salud, pensamientos persistentes sobre la gravedad de los síntomas, ansiedad o conductas repetitivas para controlarlos.
    • Persistencia de los síntomas, incluso si cambian con el tiempo (por ejemplo, dolor que aparece en diferentes partes del cuerpo o síntomas que se desplazan).

    Es decir, la persona presenta uno o más síntomas físicos persistentes que causan malestar y limitan su vida, sin que exista una causa médica que los explique completamente. Pero el diagnóstico no depende tanto de la ausencia de causa médica, sino del impacto que los síntomas tienen en la vida emocional y funcional de la persona.

    ¿Por qué el cuerpo habla?

    El cuerpo y la mente están profundamente conectados. Cuando una emoción no se puede procesar, expresar o incluso identificar, muchas veces se canaliza por vías somáticas. El cuerpo se convierte en un mensajero del dolor emocional no dicho.

    Esto puede ocurrir en personas que:

    En estos casos, el cuerpo toma la palabra cuando la persona no encuentra voz.

    Ejemplos comunes de somatización

    • Dolor crónico (espalda, cabeza, articulaciones) sin causa médica.
    • Problemas digestivos recurrentes (náuseas, colon irritable).
    • Mareos, sensación de desmayo o debilidad.
    • Dificultades respiratorias sin diagnóstico médico claro.>
    • Sensación de “nudo en la garganta” o dificultad para tragar.
    • Taquicardias o presión en el pecho sin alteraciones cardíacas.

    Estos síntomas suelen generar angustia, visitas frecuentes al médico y una sensación de no ser comprendido por el entorno.

    ¿Por qué no se detecta fácilmente?

    Vivimos en una cultura que separa cuerpo y mente. Las personas suelen recibir múltiples pruebas médicas que descartan enfermedades físicas, pero rara vez se les ofrece una evaluación psicológica o emocional.

    Además, el sufrimiento emocional sigue estando estigmatizado: “ser fuerte” se confunde con “no sentir”. Esto hace que muchas personas lleguen a consulta después de años de síntomas, con una sensación de desesperanza, desconfianza y desgaste.

    El cuerpo como memoria emocional

    Van der Kolk propone que muchas de las sensaciones físicas que experimentan las personas con trauma (dolor, tensión, hipervigilancia, insomnio, dificultades digestivas) no son “psicosomáticas” en el sentido de “imaginarias”, sino somatizaciones reales de experiencias emocionales que han quedado atrapadas en el cuerpo.

    El trauma no resuelto —ya sea por experiencias de abuso, negligencia emocional, violencia, pérdidas tempranas o estrés crónico— no solo afecta a la mente, sino al sistema nervioso. Cuando no se puede hablar, llorar, gritar o escapar, el cuerpo se encarga de guardar esa carga. Pero no puede sostenerla indefinidamente sin consecuencias.

    La neurobiología del trauma y la somatización

    Desde la Teoría de la Regulación del Afecto de Allan Schore, sabemos que el desarrollo emocional saludable depende de relaciones tempranas seguras, en las que el bebé puede regular sus emociones a través del contacto con un cuidador sensible. Cuando esto falla, el sistema nervioso autónomo se desorganiza: el cuerpo aprende a sobrevivir, no a vivir en calma.
    Esto se traduce en adultos con sistemas nerviosos hiperactivados (ansiedad, tensión muscular, digestiones lentas, insomnio) o hipoactivados (fatiga crónica, sensación de vacío, disociación). Ambos extremos pueden generar síntomas físicos persistentes, incluso sin “estrés aparente”.

    El cuerpo grita lo que la infancia silenció.

    De la patología al mensaje: ¿Qué te está queriendo decir tu cuerpo?

    En lugar de ver el trastorno somático como un problema aislado, podemos verlo como una forma en que el cuerpo intenta adaptarse, alertar, proteger o expresar lo que no se pudo poner en palabras.

    Los síntomas pueden tener funciones emocionales y enviarnos un mensaje valioso:

    • El dolor puede tener la función de mantenernos en reposo cuando estamos agotados.
    • La fatiga puede avisarnos que nuestro cuerpo y/o mente están a punto de colapsar por sobreexigencia.
    • El nudo en la garganta puede avisarnos de que estamos guardando demasiadas cosas sin hablar o que el llanto lleva contenido años.
    • Las taquicardias, puede ser señal de una alerta corporal ante una amenaza que ya pasó pero no fue integrada.

    Tratamiento: trabajar con cuerpo, mente y vínculo

    Los trastornos somáticos no se resuelven con “pensar positivo” ni con que alguien te diga que “todo está en tu cabeza”. Este tipo de trastorno necesita un abordaje psicológico serio, respetuoso y profundo, además de trabajar con el cuerpo como aliado terapéutico.

    Desde este enfoque, el tratamiento requiere:

    • Psicoterapia emocionalmente sintonizada centrada en la regulación emocional, el procesamiento del trauma (cuando lo hay) y el trabajo con la conexión cuerpo-mente. Una intervención que ayude a regular el afecto, reconocer los estados del cuerpo y generar nuevas experiencias relacionales reparadoras.
    • Intervenciones terapéuticas psicoeducativas que ayuden a la persona a comprender la relación entre emociones y cuerpo.
    • Técnicas corporales que faciliten el descenso de la hiperactivación y que ayuden a liberar la carga retenida en el cuerpo como la atención plena, el yoga, la respiración, la integración sensoriomotriz.
    • Trabajo con la historia del paciente: a través del cuerpo, muchas veces emergen memorias implícitas que nunca pasaron al lenguaje. Aquí se trabaja desde el respeto, la contención y la seguridad.
    • En algunos casos, tratamiento farmacológico para reducir la ansiedad asociada, siempre supervisado por un psiquiatra.

    Importante

    • Los síntomas somáticos son reales, aunque no siempre tengan una causa médica visible.
    • El cuerpo es un mensajero, no un problema.
    • Las emociones que no se expresan, se imprimen en el cuerpo.
    • La regulación emocional, el vínculo terapéutico seguro y las técnicas corporales son claves para sanar.

    Escuchar al cuerpo es empezar a sanar

    Muchas personas con síntomas somáticos han vivido años de incomprensión médica, familiar o incluso terapéutica. Han sido etiquetadas como “hipocondríacas”, “dramáticas” o “débiles”. Pero si escuchamos desde otro lugar, podemos ver que el cuerpo no es el enemigo: es el guardián de una historia que aún no ha sido contada con palabras.

    Cuando el cuerpo habla, no debemos callarlo, sino escucharlo con curiosidad y sin juicio. Los trastornos somáticos no son un invento ni una exageración, sino una forma legítima del ser humano de expresar algo que ha sido silenciado o reprimido.

    Atender estos síntomas desde una mirada integral y compasiva permite a muchas personas empezar a vivir con menos dolor y más sentido.

    El cuerpo no está roto. Solo necesita que alguien escuche y entienda su lenguaje.  – Sandra Ribeiro

     

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    Sandra Ribeiro

    Psicóloga General Sanitaria (M-34885)

    Profesora del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED

    Profesora del Máster en Psicología General Sanitaria de la Universidad Villanueva

    Responsable de formación y supervisora de casos clínicos en el Servicio de Psicología Aplicada (SPA) de la UNED

     

  • Trastornos Somáticos: cuando el cuerpo habla lo que la mente no puede

    Trastornos Somáticos: cuando el cuerpo habla lo que la mente no puede

    “El cuerpo lleva la cuenta de lo que la mente intenta olvidar”.
    — Bessel van der Kolk

    El cuerpo como testigo

    Muchas personas viven atrapadas en un cuerpo que habla constantemente a través de dolores persistentes, fatiga crónica, problemas digestivos, taquicardias… Se han hecho pruebas, analíticas, resonancias… y todo “sale bien”, síntomas físicos reales que no encuentran explicación médica clara. Pero no se sienten bien. No duermen, no descansan, no pueden disfrutar de su cuerpo. En realidad, lo que ocurre no es que el cuerpo esté fallando, sino que está hablando por ellas.

    A veces, el cuerpo grita lo que no nos atrevemos a decir en voz alta. Te han dicho que “todo está bien”, pero tú no te sientes bien. En estos casos, el cuerpo puede estar expresando, a través de síntomas físicos, un sufrimiento emocional no resuelto.

    Este fenómeno se conoce como trastorno somático, y no es una invención ni una exageración. Lo que ocurre es que, aunque los síntomas son reales, intensos y generan un gran malestar, el origen no es una lesión física detectable, sino un desequilibrio emocional o psicológico que se manifiesta a través del cuerpo. Es la manera en que el cuerpo lleva la cuenta de experiencias emocionales que no han podido procesarse, como explica el psiquiatra Bessel van der Kolk en su libro El cuerpo lleva la cuenta

    ¿Qué es un trastorno somático?

    En el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM-5), el diagnóstico se denomina Trastorno de Síntomas Somáticos, y se caracteriza por:

    • Uno o más síntomas físicos que causan malestar significativo o alteran la vida diaria.
    • Preocupación excesiva por la salud, pensamientos persistentes sobre la gravedad de los síntomas, ansiedad o conductas repetitivas para controlarlos.
    • Persistencia de los síntomas, incluso si cambian con el tiempo (por ejemplo, dolor que aparece en diferentes partes del cuerpo o síntomas que se desplazan).

    Es decir, la persona presenta uno o más síntomas físicos persistentes que causan malestar y limitan su vida, sin que exista una causa médica que los explique completamente. Pero el diagnóstico no depende tanto de la ausencia de causa médica, sino del impacto que los síntomas tienen en la vida emocional y funcional de la persona.

    ¿Por qué el cuerpo habla?

    El cuerpo y la mente están profundamente conectados. Cuando una emoción no se puede procesar, expresar o incluso identificar, muchas veces se canaliza por vías somáticas. El cuerpo se convierte en un mensajero del dolor emocional no dicho.

    Esto puede ocurrir en personas que:

    En estos casos, el cuerpo toma la palabra cuando la persona no encuentra voz.

    Ejemplos comunes de somatización

    • Dolor crónico (espalda, cabeza, articulaciones) sin causa médica.
    • Problemas digestivos recurrentes (náuseas, colon irritable).
    • Mareos, sensación de desmayo o debilidad.
    • Dificultades respiratorias sin diagnóstico médico claro.>
    • Sensación de “nudo en la garganta” o dificultad para tragar.
    • Taquicardias o presión en el pecho sin alteraciones cardíacas.

    Estos síntomas suelen generar angustia, visitas frecuentes al médico y una sensación de no ser comprendido por el entorno.

    ¿Por qué no se detecta fácilmente?

    Vivimos en una cultura que separa cuerpo y mente. Las personas suelen recibir múltiples pruebas médicas que descartan enfermedades físicas, pero rara vez se les ofrece una evaluación psicológica o emocional.

    Además, el sufrimiento emocional sigue estando estigmatizado: “ser fuerte” se confunde con “no sentir”. Esto hace que muchas personas lleguen a consulta después de años de síntomas, con una sensación de desesperanza, desconfianza y desgaste.

    El cuerpo como memoria emocional

    Van der Kolk propone que muchas de las sensaciones físicas que experimentan las personas con trauma (dolor, tensión, hipervigilancia, insomnio, dificultades digestivas) no son “psicosomáticas” en el sentido de “imaginarias”, sino somatizaciones reales de experiencias emocionales que han quedado atrapadas en el cuerpo.

    El trauma no resuelto —ya sea por experiencias de abuso, negligencia emocional, violencia, pérdidas tempranas o estrés crónico— no solo afecta a la mente, sino al sistema nervioso. Cuando no se puede hablar, llorar, gritar o escapar, el cuerpo se encarga de guardar esa carga. Pero no puede sostenerla indefinidamente sin consecuencias.

    La neurobiología del trauma y la somatización

    Desde la Teoría de la Regulación del Afecto de Allan Schore, sabemos que el desarrollo emocional saludable depende de relaciones tempranas seguras, en las que el bebé puede regular sus emociones a través del contacto con un cuidador sensible. Cuando esto falla, el sistema nervioso autónomo se desorganiza: el cuerpo aprende a sobrevivir, no a vivir en calma.
    Esto se traduce en adultos con sistemas nerviosos hiperactivados (ansiedad, tensión muscular, digestiones lentas, insomnio) o hipoactivados (fatiga crónica, sensación de vacío, disociación). Ambos extremos pueden generar síntomas físicos persistentes, incluso sin “estrés aparente”.

    El cuerpo grita lo que la infancia silenció.

    De la patología al mensaje: ¿Qué te está queriendo decir tu cuerpo?

    En lugar de ver el trastorno somático como un problema aislado, podemos verlo como una forma en que el cuerpo intenta adaptarse, alertar, proteger o expresar lo que no se pudo poner en palabras.

    Los síntomas pueden tener funciones emocionales y enviarnos un mensaje valioso:

    • El dolor puede tener la función de mantenernos en reposo cuando estamos agotados.
    • La fatiga puede avisarnos que nuestro cuerpo y/o mente están a punto de colapsar por sobreexigencia.
    • El nudo en la garganta puede avisarnos de que estamos guardando demasiadas cosas sin hablar o que el llanto lleva contenido años.
    • Las taquicardias, puede ser señal de una alerta corporal ante una amenaza que ya pasó pero no fue integrada.

    Tratamiento: trabajar con cuerpo, mente y vínculo

    Los trastornos somáticos no se resuelven con “pensar positivo” ni con que alguien te diga que “todo está en tu cabeza”. Este tipo de trastorno necesita un abordaje psicológico serio, respetuoso y profundo, además de trabajar con el cuerpo como aliado terapéutico.

    Desde este enfoque, el tratamiento requiere:

    • Psicoterapia emocionalmente sintonizada centrada en la regulación emocional, el procesamiento del trauma (cuando lo hay) y el trabajo con la conexión cuerpo-mente. Una intervención que ayude a regular el afecto, reconocer los estados del cuerpo y generar nuevas experiencias relacionales reparadoras.
    • Intervenciones terapéuticas psicoeducativas que ayuden a la persona a comprender la relación entre emociones y cuerpo.
    • Técnicas corporales que faciliten el descenso de la hiperactivación y que ayuden a liberar la carga retenida en el cuerpo como la atención plena, el yoga, la respiración, la integración sensoriomotriz.
    • Trabajo con la historia del paciente: a través del cuerpo, muchas veces emergen memorias implícitas que nunca pasaron al lenguaje. Aquí se trabaja desde el respeto, la contención y la seguridad.
    • En algunos casos, tratamiento farmacológico para reducir la ansiedad asociada, siempre supervisado por un psiquiatra.

    Importante

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    • El cuerpo es un mensajero, no un problema.
    • Las emociones que no se expresan, se imprimen en el cuerpo.
    • La regulación emocional, el vínculo terapéutico seguro y las técnicas corporales son claves para sanar.

    Escuchar al cuerpo es empezar a sanar

    Muchas personas con síntomas somáticos han vivido años de incomprensión médica, familiar o incluso terapéutica. Han sido etiquetadas como “hipocondríacas”, “dramáticas” o “débiles”. Pero si escuchamos desde otro lugar, podemos ver que el cuerpo no es el enemigo: es el guardián de una historia que aún no ha sido contada con palabras.

    Cuando el cuerpo habla, no debemos callarlo, sino escucharlo con curiosidad y sin juicio. Los trastornos somáticos no son un invento ni una exageración, sino una forma legítima del ser humano de expresar algo que ha sido silenciado o reprimido.

    Atender estos síntomas desde una mirada integral y compasiva permite a muchas personas empezar a vivir con menos dolor y más sentido.

    El cuerpo no está roto. Solo necesita que alguien escuche y entienda su lenguaje.  – Sandra Ribeiro

     

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    Para mantenerte informado/a de todos nuestros artículos, síguenos en Instagram.

    Sandra Ribeiro

    Psicóloga General Sanitaria (M-34885)

    Profesora del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED

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  • El apego: qué es y cómo influye en nuestras relaciones

    El apego: qué es y cómo influye en nuestras relaciones

    ¿Qué es el apego y por qué es tan importante?

    El apego es ese primer vínculo emocional profundo que desarrollamos desde que nacemos. No se trata solo de amor o cariño: es una conexión vital que nos proporciona seguridad, consuelo y protección, especialmente en momentos de amenaza, miedo o malestar.

    Desde los primeros meses de vida, este lazo se forja a través de las interacciones con nuestros cuidadores principales. Si ellos responden a nuestras necesidades con calidez, consistencia y disponibilidad, comenzamos a formar una idea del mundo que nos dice: “puedo confiar”, “soy importante”, “merece la pena pedir ayuda”.

    Esto, aunque parezca simple, tiene un impacto enorme en nuestra manera de vincularnos en la adultez: en cómo amamos, cómo nos relacionamos, cómo pedimos (o no pedimos) ayuda, y cómo manejamos los conflictos.

    La teoría del apego: una base científica sólida

    La teoría del apego fue desarrollada por el psiquiatra y psicoanalista John Bowlby, y más tarde ampliada por la psicóloga Mary Ainsworth. A través de sus estudios, demostraron que la calidad del vínculo con nuestras figuras de apego (padres, abuelos, cuidadores) determina el tipo de apego que desarrollamos.

    Ainsworth identificó distintos patrones de apego basándose en cómo los niños respondían a la separación y el reencuentro con su madre. Estos estilos no son etiquetas definitivas, pero sí modelos mentales que se internalizan y se activan, muchas veces de forma automática, en nuestras relaciones adultas.

    Los 4 tipos de apego principales

    A lo largo del desarrollo, y según cómo haya sido esa primera experiencia vincular, se forman distintos estilos de apego que no son categorías rígidas, pero sí nos pueden servir de guía para entender ciertos patrones:

    1. Apego seguro

    Las personas con apego seguro:

    • Se sienten cómodas con la intimidad.
    • Saben pedir ayuda cuando la necesitan.
    • Confían en los demás sin perder su autonomía.
    • Suelen tener relaciones equilibradas, con buena comunicación y límites sanos.

    Este tipo de apego nace de relaciones en la infancia y adolescencia donde el niño fue visto, atendido y valorado de manera consistente por sus cuidadores.

    2. Apego ansioso

    Aquí es común que aparezca el temor constante a ser abandonado o no ser suficiente. Quienes tienen apego ansioso:

    • Buscan validación constante.
    • Temen que la otra persona los deje de querer.
    • A menudo se sacrifican por la relación, dejando sus propias necesidades de lado.
    • Son hipersensibles a los cambios emocionales del otro.

    Este patrón suele surgir cuando el cuidado recibido fue impredecible o inconsistente: a veces presente, a veces ausente, generando incertidumbre respecto a la relación de cuidado.

    3. Apego evitativo

    Las personas con este estilo tienen interiorizado que mostrar sus necesidades o emociones no es seguro. Así que:

    • Se vuelven muy autosuficientes.
    • Evitan la cercanía emocional.
    • Suelen sentir que el amor “asfixia” o que la vulnerabilidad es una debilidad.
    • Pueden parecer fríos o distantes, pero en el fondo, temen profundamente ser heridos.

    Este patrón se desarrolla cuando el entorno fue frío, crítico o excesivamente demandante, en ocasiones, con falta de cariño.

    4. Apego desorganizado

    Este es el tipo más complejo. Aquí, la figura de apego fue también fuente de miedo, es decir:

    • La misma persona que debía cuidar, también lastimaba.
    • Las relaciones se viven con mucha ambivalencia.
    • Hay comportamientos contradictorios (acercamiento y rechazo).
    •  Se experimenta una gran dificultad para confiar o para establecer vínculos estables.

    Este tipo de apego está asociado a experiencias traumáticas, negligencia o violencia en la infancia, un daño repetido que ha condicionado la manera de relacionarse con los demás.

    ¿Por qué es útil conocer tu estilo de apego?

    Saber cuál es tu estilo de apego no es encasillarte, sino entender tus mecanismos emocionales. Muchas veces repetimos patrones sin darnos cuenta: elegimos parejas similares, reaccionamos del mismo modo ante conflictos o evitamos ciertos vínculos por miedo.

    Conocer tu estilo de apego te puede ayudar a:

    • Identificar dinámicas dañinas que repites sin ser consciente
    • Entender por qué algunas relaciones te resultan agotadoras o inseguras.
    • Desarrollar formas más sanas de vincularte.
    • Aprender a regular tus emociones con más autonomía y resiliencia.

    ¿Se puede cambiar un estilo de apego?

    Sí, se puede. La buena noticia es que el apego no es una sentencia. Es una huella, pero no un destino. Gracias a las nuevas experiencias afectivas y al trabajo personal —especialmente en terapia— es posible desarrollar un apego más seguro.

    Algunas herramientas útiles:

    • Psicoterapia: Es uno de los espacios más eficaces para revisar tu historia vincular y sanar heridas del pasado.
    • Relaciones conscientes: Rodearte de personas que te traten con respeto y coherencia emocional puede ayudarte a resignificar el amor.
    • Educación emocional: Aprender a identificar y regular tus emociones es clave para relacionarte desde un lugar más equilibrado.
    • Autocuidado: Cultivar una relación compasiva contigo mismo fortalece tu capacidad de establecer vínculos sanos. Si quieres saber más puedes leer: “Autocuidado sin culpa: cómo la terapia puede ayudarte a priorizar tu bienestar

    El valor de acompañarte con un profesional

    Entender tu estilo de apego y cómo influye en tus relaciones es un primer paso poderoso. Pero muchas veces, no basta con tener la información: necesitamos un espacio seguro donde podamos explorar nuestra historia, sanar heridas emocionales y construir nuevas formas de vincularnos. Ahí es donde la terapia psicológica marca la diferencia.

    En el Centro de Psicología Sandra Ribeiro, creemos que cada persona merece ser escuchada sin juicio, acompañada con respeto y guiada con profesionalismo. A través del proceso terapéutico, no solo trabajamos sobre tus patrones emocionales, sino que te ayudamos a desarrollar recursos internos que te permitan vivir con más equilibrio, seguridad y bienestar.

    Si sentís que estás repitiendo dinámicas que te hacen daño, si te cuesta confiar, poner límites o sentirte suficiente en tus vínculos, este puede ser el momento de buscar apoyo. La terapia no es para “cuando no puedes más”: es una herramienta valiosa para entenderte mejor, crecer y transformar tu forma de relacionarte contigo y con los demás.

    En resumen, nadie tiene un estilo de apego “puro” o estático. Todos tenemos matices, adaptaciones y defensas construidas a lo largo de la vida. Lo importante no es “encajar” en una categoría, sino empezar a conocerte, entenderte y cuidarte mejor.

    Comprender el apego no solo te ayuda a sanar tus relaciones, también puede transformar la forma en la que te miras a ti mismo: con más empatía, más paciencia y más amor.

     

     

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